jueves, 16 de abril de 2009

Zweig sobre Montaigne

La lucha de Montaigne por conservar la libertad interior, quizá la lucha más consciente y tenaz que jamás ha librado el hombre, no tiene, ni externamente, la más pequeña sombra de tragedia o heroísmo. Sería artificioso encasillar a Montaigne entre los poetas y los pensadores que han luchado con la palabra por la “libertad de la humanidad”. No posee la elocuente diatriba ni el bello empuje de un Schiller o un lord Byron, ni la agresividad de un Voltaire. Montaigne habría sonreído ante la idea de pretender transferir a otros, y menos a las masas, algo tan personal como la libertad interior, y desde lo más profundo de su alma odiaba a los reformadores profesionales del mundo, a los teóricos y expendedores de ideologías. De sobra sabía que ya es una tarea colosal por sí sola conservar la propia independencia interior. De modo que restringe su lucha a la acción defensiva, a la defensa de aquel fortín más recóndito al que Goethe llamaba la “ciudadela” y el acceso a la cual nadie permite a nadie. Su técnica y su táctica consisten en mantenerse exteriormente lo más discreto y lo menos llamativo posible, en ir por el mundo con una especie de caperuza para encontrar el camino hacia sí mismo.
En realidad, pues, Montaigne no tiene lo que solemos llamar una biografía. Nunca causó extrañeza o sorpresa a nadie, porque no se daba importancia en la vida ni solicitaba auditorio ni aplausos para sus ideas. Por fuera parecía un burgués, un funcionario, un noble, un católico, un hombre que cumplía con sus obligaciones sin llamar la atención; para el mundo exterior adoptaba el mimetismo de la discreción, para así poder desplegar y observar en su interior el juego de colores de su alma con todos sus matices. Siempre estaba dispuesto a prestarse, nunca a darse. En cualquier circunstancia de la vida se reservaba lo mejor de su ser, lo más propio. Dejaba a los otros hablar, agruparse en cuadrillas, encolerizarse, predicar y fanfarronear; dejaba que el mundo siguiera sus caminos insensatos y enmarañados y sólo se preocupaba de una cosa: ser juicioso él mismo, humano en una época de inhumanidad, libre en medio de una locura colectiva. Dejaba que cualquiera se burlara de él, que lo llamara insensible, indeciso y cobarde, que los demás se asombraran de que él no se abriese paso para obtener cargos y dignidades; incluso los más allegados, los que lo conocían, ignoraban con qué constancia, tenacidad, cordura y ductilidad trabajaba a la sombra del mundo en la única tarea que él mismo se había impuesto: en vez de vivir una simple vida, vivir la suya propia.

“La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo”. Ni una posición en el mundo, ni los privilegios de la sangre o del talento hacen la nobleza del hombre, sino el grado en que consigue preservar su personalidad y vivir su propia vida.

Consciente o inconscientemente, somos por educación esclavos de las costumbres, de la religión, de las ideologías; respiramos el aire de la época.

No debemos darnos, sólo debemos prestarnos. Hay que “reservar para uno mismo la libertad del alma y no hipotecarla salvo en contadas ocasiones, cuando lo creemos oportuno”.

para él lo más importante es que uno debe tomar tanto como le apetezca, pero no dejarse tomar por las cosas.

No hay que dejarse llevar por el sentimiento del deber, por la pasión o por la ambición más allá de donde uno quería y quiere ir, hay que comprobar sin descanso el valor de las cosas, no sobrevalorarlas, y acabar cuando acaba el placer. No convertirse en esclavo, ser libre.

Pero Montaigne no prescribe reglas. Sólo pone un ejemplo, el suyo, de cómo trata de liberarse siempre de todo lo que lo refrena, lo molesta o lo limita. Se puede intentar escribir una lista:

Liberarse de la vanidad y del orgullo, que es tal vez lo más difícil,
evitar la presunción,
liberarse del miedo y de la esperanza, de la fe y de la superstición, de las convicciones y de los partidos,
liberarse de las costumbres: “El uso nos hurta el verdadero rostro de las cosas”,
liberarse de las ambiciones y de toda forma de codicia: “La reputación es la más inútil, vana y falsa moneda de que nos servimos”,
vivir libre de la familia y del entorno, libre de fanatismo: “Cada país cree poseer la religión más perfecta” y ser el primero en todo; libre frente al destino; somos sus amos; nosotros otorgamos color y aspecto a las cosas.
Y la última libertad: frente a la muerte: “La vida depende de la voluntad ajena; la muerte de la nuestra. La muerte más voluntaria es la más hermosa”.

Le parece importante lo que dice el hombre más simple y, si se tienen los ojos abiertos, se puede aprender más de los más necios y de los analfabetos que de los eruditos.

El único error, el único crimen es querer encerrar la diversidad del mundo en doctrinas y sistemas, apartar a otros hombres de su libre albedrío, de lo que realmente quieren, y obligarles a querer algo que no está en ellos. Así actúan los que no respetan la libertad, y Montaigne nada aborreció tanto como el frenesí de los dictadores del espíritu que, con arrogancia y vanidad, querían imponer al mundo sus novedades y para quienes la sangre de cientos de miles de hombres nada importaba, con tal de salir victoriosos.

Así, la actitud de Montaigne frente a la vida, como la de todos los librepensadores, desemboca en la tolerancia. Quien reclama para sí el derecho a la libertad de pensamiento reconoce el mismo derecho para todos, y nadie lo ha respetado más que Montaigne. No retrocede ante los caníbales, aquellos brasileños que encuentra en Rouen, porque hubieran devorado a otros hombres. Dice clara y tranquilamente que lo considera menos importante que torturar y martirizar a personas vivas. No rechaza a priori ninguna creencia u opinión, y su juicio no se ve empañado por prejuicio alguno.

Del libro “Montaigne” de Stefan Zweig en Acantidado.

3 comentarios:

Visiones de Ribadesella dijo...

una auténtica genialidad este texto de Zweig sobre Montaigne. Enhorabuena por tu blog

A. M. Teón dijo...

Gracies

chema dijo...

una joya este resumen que has hecho de Montaigne. gracias!