sábado, 29 de noviembre de 2008

XI Concurso "RELATOS DE MUJER"

Hace unos días se entregaron los premios del XI Concurso "Relatos de Mujer" en la Casa de Cultura de Cangas de Onís. La ganadora fue nuestra compañera de tertulia Isabel Álvarez-Pedrosa Núñez. Os copio aquí el relato para que podáis disfrutarlo.

La venganza del Capitán Trueno

“ Si el capitán Trueno pudiera venir
nuestras cadenas saltarían en mil,
de él aprendimos que el bueno es el mejor,
aunque al pasar el tiempo comprendimos que no.”
(Asfalto)

Suspira haciendo acopio de fuerzas antes de empezar la monótona tarea de apilar en la acera las revistas ilustradas, los tebeos y las novelas de bolsillo de Karl May y de Marcial Estefanía mil veces usadas, releídas y manoseadas por los chavales del barrio. Es la tarea más temprana, apenas el débil fulgor de las primeras luces ilumina la única ventana del bajo donde vive que, además, sirve de local al pequeño quiosco de reventa desde hace doce años.

Allí, en ese paisaje espartano tiene poco más que el hornillo para calentarse el café con achicoria de cada mañana, la cama turca y la mesa camilla que sirve para todo. Allí, en rincones inverosímiles, entre artefactos oxidados y kilos de polvo, se esconden los panfletos, las ediciones de los poetas prohibidos y los escritores en el exilio, los ejemplares de periódicos extranjeros que cuentan las atrocidades del régimen y, algunos de los instrumentos de su verdadero trabajo. Allí, en la trastienda se cuece mucho más que la parca colación de la quiosquera, sin que la brigada social sospeche del negocio inocente y de la apariencia afable y levemente melancólica de esa mujeruca que se abriga con guantes y bufanda incluso en mañanas soleadas como la de hoy.

Los miércoles y sábados son los días de mercado en la ciudad y, aunque el miércoles solo van y vienen de la plaza apresuradas amas de casa y muchachas de servicio, a veces alguna se detiene junto a las torres de mercancía de segunda mano y le compra una fotonovela o un “Garbo” atrasado para llevárselo a la abuela, que se entretenga, quizás un “Pumby” para el niño que está de paperas.

El día de mayor venta de segunda mano es hoy, sábado, y también el jueves por la tarde, que los chavales no tienen clase, iniciativa del ministro de turno por la que debe estarle agradecida, aunque sea un fascista de mierda y, sobre todo, tan meapilas como los que suele nombrar Franco para el cargo, porque vete a saber por qué extraña razón, el dictador considera, que la enseñanza y la cultura son cosa más cercana a las sotanas y al incienso que a las aguerridas camisas azules.

Se sopla las manos enguantadas y las frota enérgicamente una contra otra para darse un poco de calor. Debe cuidar las manos. Un sabañón supondría un problema considerable. La artrosis es otro enemigo temible y hace un frío que pela en esta ciudad inhóspita. A pesar del tiempo que lleva viviendo aquí añora el clima mucho más suave de su tierra donde no sopla un viento áspero y seco sino una brisa suave impregnada de perfumes marinos. Desde el treinta y ocho no ha podido volver a casa, a su casa oculta antaño por la neblina y la suave llovizna mañanera y, oculta ahora por la niebla mucho más espesa del olvido. El frío seco es bueno para el reuma, le dice el médico, pero ella sigue cojeando igual en invierno que en verano.

Su único afán es seguir adelante consciente de cuanto hace por la causa y sonríe para sus adentros pensando que ni siquiera sus amigos de la partida pueden imaginar el vital alcance de su trabajo clandestino.

Todos los sábados, el barbero de la calle de Serradores, Santa la pantalonera del bajo derecha y Don Gustavo Aparicio, el del tercero, maestro separado del cuerpo por masón y ateo, juegan al tute y comentan las noticias de Radio Pirenaica sin que nadie les moleste ni ose entrometerse en sus acaloradas y eternas polémicas sobre quién fue el verdadero culpable de la derrota de la legalidad republicana. El barbero comunista con resabios echa sapos y culebras de los socialistas. Santa Pérez, que sirvió a las órdenes de Durruti, gloria local en su día e íntimo de sus hermanos fusilados, recela de cualquier comentario del comunista y amenaza con abandonar la tertulia tan pronto surge la más leve insinuación sobre la desorganización libertaria. El maestro, improbable hijo del Gran Oriente, presume de haber organizado “cuantos eventos culturales dirigidos a las clases populares se gestaron” antes de la guerra. Discuten por cualquier motivo, quién cantó veinte en espadas, cómo sintonizar la radio para que se oiga bien, si será cierto que resisten Sabaté y Caraquemada en Cataluña, a quién le toca pagar los churros, si en esta provincia manda más el obispo que el gobernador civil, por qué razón se acaba el aislamiento internacional al régimen, cuándo deberían haber intervenido los aliados…Los susurros van subiendo de tono hasta acabar en voces acaloradas que se oyen en el descansillo del segundo.

Cómo coño han coincidido no ya en la misma calle sino en el mismo portal semejante camada de rojos es un misterio para el comisario Nistal pero no deja de pensar que además de vecinos son unos charlatanes inofensivos a los que no vale la pena denunciar porque se trasieguen unas copitas de orujo en la trastienda del kiosco diciendo majaderías. Además, don Gustavo da clases particulares de álgebra y aritmética al zoquete de su hijo que es incapaz de aprobar la reválida de cuarto y ya van tres convocatorias. Ni con los maristas ni con los agustinos hay quien haga carrera del chaval y sin aprobar esa reválida no podrá seguir estudiando, ni entrar a trabajar en un banco o de funcionario de lo que sea, del Gobierno Militar o del Instituto Nacional de Previsión que ya le buscaría él un enchufe, que cuántos le deben un favor. Pero sin reválida no hay nada que hacer. Y la otra, la miliciana, le hace todos los pantalones y cose los arreglos que le pide su señora a un precio de risa y ya pasó lo suyo la pobre mujer. Y el barbero es un tipo casi grotesco, un sarasa con peluquín que a nadie incordia. La quiosquera es a la que no tiene bien calada pero que puede hacer esa mosca muerta tullida contra nadie…Eso que a él no le acaba de dar buena espina. Allí está como un clavo mañana y tarde. No tiene tratos más que con los otros tres. Mira, calla, escucha, no va a misa ni en Cuaresma… El comisario intuye que esa soledad amurallada, esquiva a toda explicación, esa pinta tan inofensiva oculta algo. Líbrenos Dios del agua mansa, se dice. Pero no hay indicios de nada sospechoso, como no sea lo de la misa y no tiene la certidumbre de que sea digna de investigar. O sea que al carajo, que no piensa denunciarles por que le den a la “húmeda”, que otras cosas y casos pendientes hay en comisaría mucho mas graves para ocuparse de cuatro chiflados veinte años después.

Al salir del portal saluda a la quiosquera con una leve inclinación de cabeza pero sin quitarse el sombrero, que eso ya sería demasiada cortesía tratándose de quién se trata. Menudo frío y otra vez de guardia el fin de semana, piensa malhumorado. El anterior por un entierro, este domingo la boda del cabo, que si no es por ce es por be, no libra un puto fin de semana..

La quiosquera también le saluda sin mucha efusividad para que se vea que hay educación pero que prefiere guardar las distancias que ya es mala folla que le haya tocado un policía por vecino. Mejor el comisario en comisaría y aún mejor si se va más lejos para que no pueda olisquear clientes extraños.

Esos clientes, los que vienen a resolver sus problemas suelen acercase precisamente los sábados cuando hay más barullo, disimulados entre mercaderías y mercaderes de los pueblos cercanos. Se les reconoce fácil porque se arriman con poca decisión. No se fían del aspecto del negocio, ni del aspecto oscuro de la mujer a la que tienen que dirigirse y, susurran las claves acordadas con el enlace del partido, la mayoría confusos, casi avergonzados de tener que decir sinsentidos como Morgano, Crispín, Ragnar, Grune o Thorwaldt…En el interior del quiosco esperarán impacientes a que sea la hora de echar el cierre.

Bajo las faldas de la camilla y del brasero, convenientemente oculta, se halla la trampilla que permite el acceso al habitáculo excavado en el subsuelo. Es un sótano de escasas dimensiones que huele a humedad, pero está muy bien iluminado para permitir el trabajo minucioso de la quiosquera. Sobre la mesa enorme que ocupa casi la mitad del espacio, una antigua Remington y una Olivetti último modelo, idéntica a las que ahora tienen la mayoría de los organismos oficiales, pequeños útiles de dibujo, buriles, tampones, lupas, papeles timbrados, guillotinas, troqueles y bobinas, tintas, una cámara Kodak… Cubriendo las paredes un muestrario de maravillosas obras de arte que exhibe orgullosamente la artista y que los recién llegados contemplan atónitos. Desde los sellos de las ya extintas cartillas de racionamiento a cartillas militares, permisos de conducir, carnés de identidad, pasaportes, cédulas, pases, certificados de buena conducta expedidos por párrocos o por el secretario local del Movimiento, diplomas para excombatientes galardonados de la División Azul…

El virtuosismo de la quiosquera hace que muchas veces los documentos falsos superen el aspecto de los originales. Son infinitos sus recursos en la materia. Allí, en aquel cuartucho, sabe y puede construir una identidad nueva, una vida entera enterrada en la documentación del sistema machaconamente burocrático.

Gracias a sus manos hábiles se logra un empleo para el camarada recién salido de la prisión; otros que vuelven del agotador exilio encuentran papeles que les redimen de su pasado; los todavía perseguidos, que quizá se están jugando una absurda condena a perpetua, consiguen una identidad nueva que les permite salir del país sin levantar sospechas ahora que ya no queda el recurso de echarse al monte. Y ella conoce lo imprescindible que es para el partido y se siente orgullosa de su obra…

Hoy a las doce el negocio está en su apogeo aunque el sol intenta en vano calentar la mañana; se oye el angelus en Radio Nacional y una señora que está comprando “Ama” se persigna devota. Dos chicos intentan sin éxito completar su colección del Capitán Trueno revolviendo entre el montón de los álbumes apaisados. La quiosquera les echa una mano, también Trueno es su personaje favorito, el adalid de las causas justas, el liberador de los oprimidos... El héroe que como ella jamás flaquea al servicio de sus ideales.

Hay un estudiante muy delgado que fuma sin parar hojeando una novela del oeste. Murmura algo con la cabeza baja, cuando se va la beata. La quiosquera parece no haber oído. “Sigrid”, repite más claro. La dueña del negocio le mira sorprendida. No espera alguien tan joven y duda un momento antes de pedirle que pase. El muchacho tiene que repetir la consigna con gesto tajante. Parece evidente que el recién llegado, casi un adolescente, no va a necesitar documentación falsa. Para qué le mandan, qué se está tramando, la quiosquera barrunta un asunto más delicado de lo habitual… A la una en punto cierra disimulando la prisa. Ha de mantener la calma. El chico la está esperando apoyado en la pared fumando con aparente nerviosismo. Ofrece a la quiosquera de un paquete de Ideales. Se ve que no sabe como empezar. Viene a darle un recado de la organización. Empieza con una disculpa en nombre del comité por la confusión sufrida, le da muchas vueltas a lo que quiere decir, tiene labia a pesar de su aspecto de niñato; agradece una vez más los servicios prestados, un error lógico, si ellos lo hubieran sabido se lo habrían comunicado hace años pero el expediente debió traspapelarse, tanta gente perdida, así que al solicitar la chica su partida de bautismo a la parroquia para casarse y la partida de nacimiento al Auxilio Social vio que le habían cambiado los apellidos y el funcionario que tramitó el papeleo, un camarada infiltrado en la Diputación, cayó en la cuenta de la coincidencia. No camarada, por supuesto que a ella no se le ha dicho nada y nada sabe, tantas niñas de las mismas edades y de aspecto semejante, el Servicio Exterior de Repatriación de Menores los traía de Bélgica sin autorización, hicieron barbaridades... Además usted misma camarada, al volver de Francia, sugirió que podría haber sido evacuada a Rusia, como muchos niños del norte, así que nunca ataron cabos…

Poco a poco, la quiosquera va comprendiendo lo que el joven intenta explicarle pero la noticia es tan sorprendente que no puede articular palabra. Parpadea, los ojos se le llenan de lágrimas. Contiene un grito desesperado en la garganta al descubrir que en realidad nadie ha hecho nada, nada por lo suyo durante veinte largos años, a pesar de todo lo que ella les ha dado, de una vida de sacrificio y de combate, de sinsabores y de huída íntegramente dedicada a la causa. Las indagaciones, las promesas de gestiones de Cruz Roja Internacional, las pesquisas de los del comité no han sido más que patrañas, burdas mentiras, vanas esperanzas, para mantenerla alerta y dispuesta a dar la batalla.

Se apoya en el pequeño mostrador haciendo esfuerzos para sostenerse en pie. El joven se despide azorado al darse cuenta del efecto que causa repitiendo palabras de consuelo, disculpas gastadas y la deja a solas con su amargura.

Ahora si que ha perdido la guerra. Esta es otra derrota, otra más, pero que ahora le han inflingido los suyos, y que por eso duele tanto. Es la traición de sus propios camaradas que prometieron buscar a la hija perdida y que ni siquiera rastrearon los archivos del hospicio de esta ciudad ni de ninguna seguramente. No buscaron en ningún orfanato de España y la dieron por muerta sin más. Qué triste paradoja. Del hospicio a la calle donde está su negocio hay apenas doscientos metros. Cuántas veces, se pregunta, habrá visto pasar a su propia hija sin reconocerla. Con esos horribles mandilones que llevaban las hospicianas y esos cortes de pelo que mostraban a las claras su procedencia, su triste condición de niñas huérfanas. Quizá alguna vez se ha detenido allí a rebuscar una novelita barata de Corín Tellado, sabiendo que no la podría comprar. La quiosquera se cubre la cara con las manos y llora desconsoladamente. Nunca ha llorado así , ni cuando dejó el bebé en brazos de su madre , ni en la miseria y el hambre del campo de concentración francés, ni siquiera cuando se enteró de que su compañero era uno más de los miles de cadáveres en una tumba sin nombre. Entonces lloró de rabia jurando vengarse pero ahora llora de pena, de una pena tan honda por sí misma y por la hija que no ha podido cuidar, acariciar, ni tener entre sus brazos, que su sollozo desgarrado le causa verdadero dolor físico. Su niña, a la que no casi no pudo ver para huir a tiempo está viva y se va a casar el próximo domingo. Y se lo dicen como si fuera fácil, como si tuviera que alegrarse de estar a tiempo, de haber vivido lo bastante para llegar a este momento, como si fuera la madrina de la boda.
Tocan con fuerza en el cristal de la puerta. Se suena y se seca las lágrimas antes de abrir. Siente una opresión en el pecho y respira con dificultad. Debe llevar mucho rato sentada en el suelo porque se ha quedado helada y ha perdido la noción del tiempo. Una moza de la tasca viene a preguntarle de parte de la dueña si no va a comer hoy que le están guardando la mesa desde la una, pero al ver su aspecto afiebrado aplaca el tono y se ofrece ella misma a traerle el puchero.
No tiene hambre, se disculpa intentando disimular la cara congestionada del llanto y empuja la puerta colocando el letrero de cerrado. Hoy no habrá más quiosco. Ni hoy ni nunca. Se acabó la pamplina. A patadas mete las cajas de revistas y los libros que se han quedado fuera. Luego, sentada junto a la camilla recapacita. Su hija cumplirá veinte el diez de octubre. Es tan joven que tal vez se case por quitarse las monjas de delante, por tener el hogar que nunca tuvo, por liberarse de una familia burguesa que la esclaviza. Es posible que su decisión sea apresurada, que no vaya a ser feliz. Su pobre niña…

O quizá si haya tenido suerte a pesar de todo y se case con un buen hombre. Le da mil vueltas la cabeza, la desesperación de la nada, el vacío. Y si fuera a verla y le contara… Pero cómo pretender ahora presentarse ante una desconocida de la que no sabe imaginar su cara. Ni su voz. Cómo explicar por qué no estuvo, por qué no volvió a buscarla...

Baja la escalera decidida, no más lágrimas, no más sufrimiento estéril, no más. Frente a la vieja estufa de petróleo enciende una cerilla y le prende fuego a un puñado de cuartillas. Tantas horas de trabajo comiéndose los ojos para acabar así. Recuerda las palabras del teniente de la resistencia que la enseñó pacientemente el oficio: Soigne tes deux, María, soigne tes mains. Recuerda mientras mira como asciende el humo hasta que, a punto de abrasarse los dedos, suelta el papel chamuscado. Sus manos de pulso firme tampoco van a temblar ahora. Es capaz de romper como Trueno las cadenas que impiden la huida. Se irá pero no va a dejar nada atrás. Impasible contempla como se deshacen las barritas de lacre mientras el olor picante de las tintas quemadas inunda el aire. Ya no llora, solo quiere mirar como arde la venganza oscura e inútil a la que ha dedicado media vida, pero la tos y la asfixia empiezan a ser insoportables. Abre el cajón donde guarda la pistola Sten con la que atravesó los Pirineos en el cuarenta y cuatro.

A las siete en punto, la señora Santa escudriña entre los libros llenos de polvo del escaparate, extrañada de que el quiosco esté cerrado. Se van a enfriar los churros, ella que los traía recientes. No hay consideración ni entre vecinos. Bien podían haberla avisado…Aporrea con fuerza el cristal y la madera, la madera y el cristal. A ver si es que no la oyen. Parece que al fondo hay luz, por lo menos se intuye el resplandor de una vela. Tiene un mal presentimiento y llama a voces.

Sus gritos de angustia se disuelven en el eco de la detonación que atraviesa la tarde helada.

1 comentario:

Esperanza dijo...

Muy bueno. Mi enhorabuena a Isabel, Álvaro.

Un beso

Espe